Lo sé porque a media tarde he contestado una llamada perdida. Me ha respondido un tal Charles Lowestin, uruguayo, argentino, chileno... no soy buena diferenciando acentos.
Se ha "creído en la obligación" de comunicármelo. Yo le he contestado que mi padre murió el 29 de junio de 1984 y ahí el hombre se ha sentido algo incómodo.
"Bueno, yo no...". Mi respuesta ha sido "usted ha entrado en mi intimidad sin que yo se lo pidiera. Ahora debe escuchar mi respuesta". Despedida y cierre. Fin de la conversación.
Seguro que este Lowestin debe ser otra pobre persona que cayó rendidamente enamorada de mi padre, gran encantador de serpientes.
Me siento rara. Hacía días que me rondaba la sospecha. Cuando Aída me preguntó si sabía algo más de mi padre le dije que no. Pero tenía tan claro que cuando llegara el momento me iba a enterar. Siempre he tenido esta mala suerte. Quiera o no, alguien acaba contándome cosas que quizá prefería no haber sabido.
No es el caso. Sea quien sea el samaritano que me ha llamado, le agradezco, y así lo he hecho antes de colgar, que me haya informado del final de una etapa. Necesito hacer las paces con el universo paterno. Quizá porque nunca me sentí parte de su mundo. He sido una de tantas personas a las que su padre no ha querido. Y llevo viviendo con ello muchos años, todos los que tengo.
Hay mucha historia hasta llegar a aquí, pero aún me hace demasiado daño explicarla. Que mi padre haya muerto me permite, por fin, ubicarlo, algo que me negó los veinticinco últimos años y me produce un extraño descanso. Por fin puedo situarle, y situarme.
Tengo ganas de llorar, pero no es por su muerte, sino porque continúa doliéndome mucho su desamor y sus desprecios. Estoy segura que, en algún momento, debió arrepentirse de no haberme querido cuando tuvo oportunidad. Yo, por lo menos, si le quise aunque acabase desistiendo. Es lo que hay.