domingo, 15 de marzo de 2020

Estamos confinados en casa casi todos por lo del coronavid19,

pero anoche, paseando a Coco, vi a dos personas envueltas en mantas durmiendo dentro de uno de los pocos bancos que aún permiten la entrada de noche, seguramente porque no tengan instalado un cajero automático en la calle.
Ellos me hicieron pensar —ya, no lo hice antes, soy una humana normal tirando a simple— en la cantidad de personas, que como estas que dormían casi al raso porque no tienen casa donde confinarse, en las mujeres víctimas de violencia de género que no podrán alejarse de su agresor ni para respirar en la calle, en las personas que viven realquiladas en  habitaciones minúsculas, a veces solos, a veces una pareja con dos hijos, que quizá no puedan circular por el resto de la vivienda con libertad. Hay tantos casos tremendos que me siento una privilegiada. Vivo en 37 metros cuadrados, pero sola. Tengo luz desde que sale el sol hasta que se pone. Me esperan más de 200 libros en mi ereader, mi conexión a internet es buena y mi perra y mis dos gatas me hacen la vida agradable solo con mirarlas. He podido llenar la nevera, al contrario de tantas personas que deambulan por comedores sociales y para los que un día de fiesta les supone organizarse con tiempo para no quedarse sin comer cuando todo está cerrado.
Por mi parte, trataré de quejarme poco o nada. Y si me quejo, volveré a leer este magnífico artículo de Antonio Maestre, Empatía en la cuarentena, que debe haber pensado lo mismo que yo, aunque seguramente a él no le haya hecho falta sacar a su perro a pasear para pensar en grande.

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