lunes, 11 de enero de 2016

Cada día vivo un dolor constante, pequeño y demoledor desde que

mi madre murió el 8 de noviembre.
Cuando la medicina confirmó que no había punto de retorno, cuando supe que su muerte era inevitable, sentí vértigo. Mi único pensamiento era cómo podía revertir esa situación a la vez que mi razón trataba de explicarme que no era posible, que esta vez no iba a poder hacer nada por evitarlo. Eso que dicen de que nunca estás preparado cuando llega el momento es verdad.

La agonía de mi madre duró tres días, afortunadamente sin que ella sintiese dolor gracias a que las dos encontramos en este camino a un personal sanitario impecable, compasivo y humano que impidieron que sufriera ni un segundo. 
Como soy una mujer afortunada, tres grandes amigas se instalaron conmigo esos tres días y no nos dejaron ni a sol ni a sombra. Sin ellas a mi lado hubiera sido aún más difícil.

Después de morir, durante bastantes días, sentía tan cerca a mi madre que me parecía llevarla a mi lado allí donde iba. Mi memoria volvió a recuperar su voz antes del ictus, ocho años atrás.
Además de su voz recuerdo a la perfección su olor. Era un placer enterrar la nariz en su pecho y disfrutarla, abarcándola con mis brazos de niña de cuatro años. Su olor era dulce, a limpio o a Chanel 5, según el día, olor a estar a salvo y en casa, a si mi madre está conmigo nada malo puede pasar.

La echo tanto en falta que arrastro una tristeza permanente, como los fantasmas arrastran una bola enorme de hierro. No es una tristeza mediterránea, desgarradora y ruidosa; es la certeza de que siempre, hasta el día en que me toque morir, voy a sentir su ausencia y este sentimiento no va a mejorar.

Dos meses después de su muerte empiezo a llorarla. No soy la hija más rápida del mundo, de acuerdo, pero sí soy la persona que mejor la ha querido. Me gusta pensar que ella lo supo siempre.