lunes, 17 de octubre de 2005

El mundo está mal repartido

Mientras unos se mueren de asco, a otros nos arrollan las circunstancias. Hoy he empezado a trabajar en una agencia de comunicación. Bien, divertido, ameno, encima haciendo equipo con Xavi --bueno, de hecho, quién me ha fichado-- y a eso de las 2 menos 5 recibo una llamada en el móvil que me suelta "Aranchaaa, ve preparándote la comida que yo sigo en urgencias con la señora Mari". a) Arancha es mi vecina. b) Quién llamaba era Luis, su padre, evidentemente perdido en la agenda de su móvil. c) La "señora Mari" es mi augusta madre. Pues nada, he agarrado mi moto --una Scoopy tronada que debería llamarse Pegaso-- y ¡hala! al hospital. Una vez he localizado a la señora Mari, aparcada en urgencias de Sant Pau, y ambas mucho más tranquilas, ha coincidido que el sanitario de puerta la ha llamado para atenderla y hacerle "la historia". Más o menos eran las 2 y media. Teniendo en cuenta que han aparcado a mi mami a las 11 y media, sólo han tardado 3 horas en hacerle caso. Hasta aquí bien. El sanitario recolector de "historias" era un chulito retador de veintipocos, que ante los nervios y la angustia de la señora Mari al llegar al hospital decidió dejarla "un rato" (tres horillas) en "observación" (aparcada en una silla de ruedas) para ver qué le pasaba en realidad. Últimamente la profesionalidad de algunos elementos de los servicios de urgencias me tiene tan perpleja que ni siquiera me he enfadado. Ante la falta de paciencia del sanitario por las respuestas un tanto dispersas de la mujer de 82 años y medio que tenía delante, sólo le he apuntado "tranquilo, tiene miedo y ochenta y dos años". Pero debo haberlo dicho con mirada de Lee Van Cleef, porque el sanitario chavalote ha moderado sensiblemente el tono y, a pesar de que el de mi madre tampoco era precisamente colaborador, hemos logrado terminar "la historia" en paz y concordia. Propongo que a estos chiquitos que estudian enfermería o medicina como segunda opción les hagan una prueba el primer dia de clase. Si son incapaces de imaginarse a los 80 años con cierto realismo les obligaría a viajar con el espíritu de la Navidad futura todos los fines de semana de un cuatrimestre para pasar de curso. Al regresar a casa --yo cabalgando a Pegaso y mi madre en taxi, acompañada por el santo de mi vecino Luis-- los mecánicos del ascensor lo tenían desconectado y semi-destripado. Sólo he tenido que subir siete pisos, pedirles que lo conectasen, bajar hasta mi casa, acomodar a mi ancestra en el sofá y administrarle un calmante. He regresado a la agencia, he trabajado sin parar hasta las siete y pico y en ningún momento he pensado en fumar. No creo que esté curada, sino que sin darme cuenta he dejado al mono olvidado en algún punto entre el trabajo y el hospital pero no me inquieta, sabe volver a casa.