lunes, 5 de septiembre de 2005

Una situación de narices

Hace un par de entradas Eva me pregunta si ya sé a qué huelen las nubes. Y la verdad es que sí lo sé. Supongo que dentro de un tiempo le encontraré la gracia a haber aumentado el olfato, porque aún fumando la intemerata siempre gocé de la capacidad olfativa de un cerdo trufero. Pero hoy por hoy reconozco que, algunas veces, saber a qué huelen las nubes es un martirio. El caso es que no vivo en un jardín y no puedo extasiarme con el aroma de las rosas, ni siquiera con el del césped recién mojado, porque tenemos una sequía de aupa. Vivo en Barcelona y más a menudo de lo que desearía sufro sus efluvios, sobre todo en ciertos barrios donde la gente, no los residentes sino los extranjeros cafres que están de paso, dejan su huella en forma de vómitos, orines o mierda. Las nubes huelen a todo eso, y a polución salvaje y, muy de vez en cuando, a nada.

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