viernes, 15 de diciembre de 2006

Aquí, la boquita de piñón, ha soltado un "¡me tienen

hartaaaaa los malditos niños que contestan el teléfonoooooo!", algo bastante trivial si no fuera porque se lo he gritado a la oreja de una pobre mujer a la que tenía que persuadir para quedarse con una tarjeta de crédito que ni falta le hacía. La señora en cuestión ha contestado un lacónico "ah, pues muy bien...", que hasta parecía estar de acuerdo, y yo he cancelado la llamada antes de darle mi nombre (Marta Pérez). El ejercicio de mi profesión tiene esos riesgos, que te confías en una cadencia llamatriz y de pronto viene un informático sádico al que ni conoces, acelera la entrada de llamadas y para cuando te quieres dar cuenta ya le has soltado alguna barbaridad a alguien. ¿Eso me preocupa? No, porque ya de natural soy bastante... digamos que "creativa" a la hora de expresarme; no tiene mérito, es un don, o quizá un gen familiar mutado. El problema es que todo lo que hablamos se graba y siendo viernes imagino a un cliente ocioso enganchado a los auriculares, escuchando todo lo que decimos y nos dicen. Ya se que tú encontrarías cosas más interesantes que hacer un viernes por la tarde, probablemente porque no eres cliente, o porque no te dedicas al márqueting, o porque tu cerebro es normal y no ha mutado tras seminarios esadeieseeada.
Ah, ¿que por qué estoy harta de niños que contestan el teléfono? ¿Sabes lo agradable que resulta, tras ciento veinte o ciento treinta micro-conversaciones, que un mocoso de cuatro años descuelgue el auricular y a pleno pulmón suelte "¡digaaaaaaaaaaaaaaa!" con esa voz de pito tan peculiar que les sale a esa edad? Lo único bueno es que si estás medio dormida te despiertas de golpe (con ansia asesina, pero de golpe). Aunque lo mejor está por llegar. Mientras te acuerdas de su padre y de su madre alternativamente le preguntas, con la voz más dulce que encuentras en tus entretelas, "¿puedes decirle a Fulanita de Tal que se ponga?", el enano reconcentrao se queda en silencio diez segundos para soltar luego "¡noooooo!" y colgar. Vamos, que estás por volver a llamar y si se pone la criaturita gritarle "¡los Reyes son los padreees!", como hace años Richard aulló a los niños que esperaban la cabalgata en venganza por quedarse atascado entre carroza y carroza al empeñarse en atravesar Barcelona en coche un 5 de enero al atardecer. Yo iba con él y aún me río al recordarlo.

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